Ha pasado un mes desde que mi
abuela falleció. No he tenido el tiempo de enfrascarme en mis emociones,
quedarme en mi cama y no hacer más que llorar y llorar por la añoranza, por el
dolor, por el adiós.
Despedirse duele profundamente.
En los últimos cuatro años estuve
escribiéndole, con el miedo de que el día en que sus ojos dejaran de brillar llegara,
y “pareciere” que dicho tiempo me preparó para lo que venía. Nunca se está
listo para el adiós. A veces pienso en lo mucho que a mi abuela le dolió que en
un periodo de su vida no me viera, que no me escuchara decirle que la quiero,
que no disfrutaríamos de novelas turcas en su cocina y que no le regalara
cartitas demostrándole mi amor. Hoy que ya no está, me parece poético y
doloroso vivir el resto de mi vida sin ella, sin escucharla, sin sus besos
tronados en las mejillas, sin decirme marianita y sin sus cantos al
ritmo de piel canela.
En este mes, marcado por su
ausencia, he sobre llevado este duelo con la repostería.
Desde pequeña tengo la marca de
su cocina, de los aromas, del realce de sabores con la pizca del comino y el movimiento
envolvente en el arroz con un toque de aceite. Tengo en las venas la cocina de
los chiles poblanos en nogada y los chipotles rellenos, de sopas de masa y miles
de sabores salados que regocijaron corazones, hasta que un mole le quitó el
merito de volver a cocinar. Una pena.
Pero la repostería no era algo de
ella, eso es algo muy mío tomado de mi mamá, de la otra parte a la que
pertenezco. Tengo en las venas la cocina del dulzor, del cariño en un postre, de
la ilusión en la sonrisa y el está delicioso que acompaña un sorbo de
café. Tengo un corazón de cocina ancestral mexicana e inglesa que, a su forma,
buscaron amar.
Ha pasado un mes desde que mi
abuela falleció. Llevo un mes preparando, rigurosamente, panqués. Un mes en el
que la gente se emociona al ver que el plátano puede ser el protagónico en la
cena, que el matcha se lleva increíble con los dominicos y que la pitahaya
tiene un toque espléndido con la masa. Tengo un corazón de cocina que se está
descubriendo, dándose el tiempo y la paciencia de lo que tarda la masa en
inflarse dentro del horno. Siento que así, entre las pizcas de canela y el cernir
de las harinas, ella me acompaña, pues en una cocina salada se necesita un toque
de amor para endulzar al corazón. Siento que así estoy aprendiendo a decirle
adiós.
Ha pasado un mes sin ella y sospecho, hornearé toda la vida, recordándola.